Martes, 28 Agosto 2012 05:10

Un idóneo camino hacia el conocimiento y la libertad

De acuerdo con los resultados arrojados por la Primera Encuesta Nacional de Cultura de la Dirección de Cultura, solamente un 14.6% de costarricenses ha leído de cuatro a cinco libros; un 33.2% leyó de uno a tres libros y la mitad de la población declaró que no había leído libros en el último año.  Además indicó que son los estudiantes quienes menos compran libros. Sin embargo, quienes estudian y trabajan adquieren más textos. También es interesante que las personas de mayor nivel adquisitivo son quienes compran menos libros en contraste con la clase media.
Definitivamente esta realidad es muy preocupante e indignante, máxime si se piensa en una gran población estudiantil carente del amor por la lectura. De ahí la urgencia, en especial de quienes somos educadores, de buscar estrategias de enseñanza adecuadas que incentiven a los estudiantes a la lectura. Cualquier universitario o profesional que se enorgullezca de serlo debe leer para lograr tener una cultura general sobre diversos temas más allá de su especialidad y como una manera para incrementar el vocabulario con el fin de que obtengan una mayor seguridad al momento de comunicarse, tanto de manera oral como escrita.
Es muy triste cuando uno, como profesor, le hace una pregunta a un alumno y este no le sabe o no le puede contestar porque su vocabulario es muy limitado o porque no cuenta con la información necesaria para argumentar sus posiciones. Por ello, escribir y hablar adecuadamente, dentro de un contexto formal, no es una condición de moda, ni de intelectuales o escritores, es una obligación que cada uno debe asumir como propia, especialmente en un mundo en donde, muchas veces, los formadores sociales como las películas o la televisión, son los que fomentan el detrimento de nuestro propio idioma, y para lograr este perfeccionamiento comunicativo la lectura es básica.
Y no hablo de leer solamente el horóscopo, la sección deportiva, los espectáculos o las caricaturas, sino de ejercer un proceso analítico de aquellas secciones cuyo propósito es generar una criticidad en el lector como los editoriales, o fomentar la información para una toma de criterio de lo presentado. Tampoco se trata de leer de una manera superficial, sin ir más allá, sin buscar aquellas premisas que sustenten la tesis del escritor, sin generar un proceso de evaluación de lo leído, o, aún peor, sin determinar cuál es el proceso de autorregulación generado a partir del texto. Se trata de ver en la lectura una de las herramientas más eficaces, racionales y libres para incorporarse con mayor éxito en esta sociedad del conocimiento.
Efectivamente la lectura es un idóneo camino hacia el conocimiento y la libertad, pues implica la participación activa de la mente y contribuye al desarrollo de la imaginación, la creatividad, el análisis y la concentración; enriquece tanto la expresión oral como escrita, elementos básicos para la incorporación efectiva al mundo académico o profesional; y, a la vez, puede hacer gozar, entretiene y distrae. Ante este panorama, el fomentar un hábito por la lectura, en especial repito por parte de quienes tenemos el gran privilegio de ser formadores, va más allá de incentivar un pasatiempo digno de elogio; es, a todas luces, solidificar el presente de nuestras acciones y garantizar el conocimiento futuro de las nuevas generaciones en la búsqueda de un mundo más justo, preparado, inteligente, analítico y humanista.
Porque la lectura marca, ciertamente, la diferencia entre la ignorancia y el saber; entre la luz y la sombra; entre la libertad y el sometimiento; entre la esperanza y la desesperanza; por eso ojalá que sigan muchos lectores decididos a hacer de la lectura una máxima de vida. Solamente así se logrará descubrir que la lectura, más que una obligación, constituye un verdadero placer y, dentro de esta inminente era del conocimiento, una rotunda fuente de aprendizaje, liberación e identidad. Tal y como lo señalaba Santa Teresa de Jesús: “Lee y conducirás; no leas y serás conducido”.
De acuerdo con los resultados arrojados por la Primera Encuesta Nacional de Cultura de la Dirección de Cultura, solamente un 14.6% de costarricenses ha leído de cuatro a cinco libros; un 33.2% leyó de uno a tres libros y la mitad de la población declaró que no había leído libros en el último año.  Además indicó que son los estudiantes quienes menos compran libros. Sin embargo, quienes estudian y trabajan adquieren más textos. También es interesante que las personas de mayor nivel adquisitivo son quienes compran menos libros en contraste con la clase media.
Definitivamente esta realidad es muy preocupante e indignante, máxime si se piensa en una gran población estudiantil carente del amor por la lectura. De ahí la urgencia, en especial de quienes somos educadores, de buscar estrategias de enseñanza adecuadas que incentiven a los estudiantes a la lectura. Cualquier universitario o profesional que se enorgullezca de serlo debe leer para lograr tener una cultura general sobre diversos temas más allá de su especialidad y como una manera para incrementar el vocabulario con el fin de que obtengan una mayor seguridad al momento de comunicarse, tanto de manera oral como escrita.
Es muy triste cuando uno, como profesor, le hace una pregunta a un alumno y este no le sabe o no le puede contestar porque su vocabulario es muy limitado o porque no cuenta con la información necesaria para argumentar sus posiciones. Por ello, escribir y hablar adecuadamente, dentro de un contexto formal, no es una condición de moda, ni de intelectuales o escritores, es una obligación que cada uno debe asumir como propia, especialmente en un mundo en donde, muchas veces, los formadores sociales como las películas o la televisión, son los que fomentan el detrimento de nuestro propio idioma, y para lograr este perfeccionamiento comunicativo la lectura es básica.
Y no hablo de leer solamente el horóscopo, la sección deportiva, los espectáculos o las caricaturas, sino de ejercer un proceso analítico de aquellas secciones cuyo propósito es generar una criticidad en el lector como los editoriales, o fomentar la información para una toma de criterio de lo presentado. Tampoco se trata de leer de una manera superficial, sin ir más allá, sin buscar aquellas premisas que sustenten la tesis del escritor, sin generar un proceso de evaluación de lo leído, o, aún peor, sin determinar cuál es el proceso de autorregulación generado a partir del texto. Se trata de ver en la lectura una de las herramientas más eficaces, racionales y libres para incorporarse con mayor éxito en esta sociedad del conocimiento.
Efectivamente la lectura es un idóneo camino hacia el conocimiento y la libertad, pues implica la participación activa de la mente y contribuye al desarrollo de la imaginación, la creatividad, el análisis y la concentración; enriquece tanto la expresión oral como escrita, elementos básicos para la incorporación efectiva al mundo académico o profesional; y, a la vez, puede hacer gozar, entretiene y distrae. Ante este panorama, el fomentar un hábito por la lectura, en especial repito por parte de quienes tenemos el gran privilegio de ser formadores, va más allá de incentivar un pasatiempo digno de elogio; es, a todas luces, solidificar el presente de nuestras acciones y garantizar el conocimiento futuro de las nuevas generaciones en la búsqueda de un mundo más justo, preparado, inteligente, analítico y humanista.
Porque la lectura marca, ciertamente, la diferencia entre la ignorancia y el saber; entre la luz y la sombra; entre la libertad y el sometimiento; entre la esperanza y la desesperanza; por eso ojalá que sigan muchos lectores decididos a hacer de la lectura una máxima de vida. Solamente así se logrará descubrir que la lectura, más que una obligación, constituye un verdadero placer y, dentro de esta inminente era del conocimiento, una rotunda fuente de aprendizaje, liberación e identidad. Tal y como lo señalaba Santa Teresa de Jesús: “Lee y conducirás; no leas y serás conducido”.

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