Viernes, 08 Enero 2016 11:58

El hombre que se robo el arcoiris

Era un flaquillo, pelón y sin gracia. Tenía unos quince años cumplidillos y esa tarde regresaba del cole a mi humilde casita en el popular barrio de Hatillo Uno, en un sector que llamaban el dedo.

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Unas pocas casas antes de la mía, me sorprendió una curiosa escena que no he olvidado nunca. Ahí en la acera, había un hombre que machacaba unos cristales y unos ocres en una especie de crisoles. Lo que me asombró fue que realmente este hombre estaba moliendo colores preciosos. Me detuve lleno de curiosidad y el joven señor me miró con una sonrisa llena de simpatía, pícara y amistosa, y al ver mi asombro me dijo: “no se asuste, es que estoy moliendo mis colores”. Como él vio que yo no lograba entender lo que hacía, añadió “soy Rafa Fernández y soy pintor”.
Para mi aquello era increíble. Jamás había conocido personalmente a un pintor y me quedé sentado en la acera mirando cómo iba pulverizando los cristales hasta convertirlos en un polvo de colores maravillosos. Me pareció que era un orfebre al revés, que en vez de cortar las piedras preciosas, las molía y las convertía en líquidos mágicos.
Cuando entre a su taller quedé realmente cautivado por un gran lienzo en el que de una gran mancha azul oscuro, iban emergiendo perfiles, ojos, cejas, labios, miradas, sonrisas, cabellos y velos tenues y vaporosos. ¡Era tan emocionante estar en el taller de un gran artista! Cuando me contó que su profesión era hacer piezas dentales, no pude creerlo, yo lo imaginaba como un Miguel Ángel en una Capilla Sixtina.
En ese entonces no conocía la humildad, la fortaleza, el poder y la pasión de este hombre que molía sus propios colores. Para Rafa cualquier superficie desnuda era una Capilla Sixtina.
Durante años seguí la aventura estética y multicolor de Rafa. Vi como los colores borraban a las líneas y como las líneas daban fuerzas y brío a los colores. Me dijo que los pintores se inspiraban en dos tipos de mujeres: las de fuego y las de hielo, que apagaban a las de fuego y que incendiaban a las de hielo.
Un día le pregunté qué quería expresar con sus pinturas, sonrió misterioso como siempre y me dijo: “el color de los ojos de Dios”.
Francisco Escobar Abarca

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