Viernes, 25 Febrero 2011 06:10

El aumento de la carga tributaria como consecuencia de un crecimiento anormal del Estado.

Cada cuatro años, al renovarse el  equipo del Gobierno, los nuevos administradores, aduciendo  que no disponen de los fondos necesarios para llevar adelante sus programas,  terminan  por enviar  a la Asamblea Legislativa un “ paquete tributario”, proponiendo elevar  los impuestos ya  existentes y/o  creando otros nuevos, lo que infaltablemente viene justificado  con las clásicas  muletillas de  la necesidad” de solucionar de una vez por todas”,  la penuria del Gobierno y  asegurarse “de que los ricos tributen como ricos y los pobres tributen como pobres”.  Acorde con estas premisas,  el Presupuesto ha venido  elevándose  en los últimos tiempos a niveles astronómicos y sin duda alguna seguirá  aumentando,  si  es que no hacemos un alto en el camino y revisamos  los principios que nos han llevado a la actual situación y las nefastas consecuencias que la creciente estatización produce,  en la economía del país en general  y en la de los ciudadanos en particular. Esta reflexión se impone, pues ningún pueblo en la Historia ha sido capaz de  resolver sus  problemas “de una vez por todas”. A lo más que podemos aspirar es a encontrar la “mejor solución”, para un momento determinado.  Así pues,  con sentido crítico, aboquémonos a considerar adonde nos han llevado las corrientes  estatizantes  que,  con diversos matices, han compartido la mayoría de  nuestros gobernantes en las últimas décadas. Adelantándonos a posibles reproches,  empecemos por reconocer que el gasto público, dentro de límites razonables,  está justificado por muchas finalidades necesarias e incluso nobles. El individuo  debe corresponder  a los privilegios que le otorga su ciudadanía, pues nace en deuda con la sociedad y en consecuencia , debe, en la medida de sus posibilidades, contribuir, dentro de sus posibilidades,   a  la defensa del  Estado, a la conservación  de la   salud, a la  instrucción pública,  a la  administración de la justicia y   al mantenimiento del orden. Sólo los apátridas no tienen tales obligaciones, pero  éstos, a su vez,  se encuentran en una triste condición,  sin   bandera que los cobije,  desvinculados  de  su medio social  y  desprovistos  de  toda  tradición y orgullo nacionales. En una sociedad  con sentido de unidad, contribuir a los gastos del Estado no sólo debiera  ser una obligación, sino el ejercicio patriótico de un derecho, indispensable para poder gozar de todos los atributos de la ciudadanía.  Lamentablemente  en los tiempos actuales, cuando la degradante  politiquería de los partidos consiste simplemente  en ganar votos, ofreciéndoles a las grandes masas regalías y beneficios  sin exigirles, a cambio el más mínimo esfuerzo, proponer  esta meta  no  pasa de ser una ingenua y  nostálgica utopía.  Las consecuencias del llamado “paternalismo de Estado” se encuentran  a la vista: varias generaciones de compatriotas,  a los que se suman los extranjeros a los que se les permite ingresar al país en condiciones de extrema pobreza , siguiendo la prédica de los demagogos que los azuzan,  se  consideran  exentas de toda obligación para con este país y hasta para con sus familias y,  en cambio  reclaman ,  incluso violentamente,  que se satisfagan todas sus necesidades,, a costa del Erario público.  La  palabrería insulsa de políticos demagogos,  ha reemplazado la dignidad del patriotismo de nuestros padres y abuelos. El árbol de una burocracia improductiva  crece frondoso, regado con  el esfuerzo de los contribuyentes y El Estado, en vez de recortar gastos innecesarios, no encuentra otra solución que  aumentar la  pesada carga tributaria que llevan sobre sus espaldas los sectores productivos. Es evidente que así no podemos continuar indefinidamente.  Estos mismos despreocupados, que  nunca en su vida han pagado una planilla ni contribuido en forma alguna a la generación de empleo, son los que defienden el aumento de los tributos, con el especioso argumento de que en otros países las cargas son aún mayores, lo cual puede ser cierto, pero  se olvidan de que  la estimación justa del monto de  los impuestos es un problema de proporción.  Pretender comparar nuestra carga tributaria con la de países desarrollados   es pura  charlatanería demagógica. En un régimen de libertad, ninguna economía puede desarrollarse a base de sangrar al contribuyente al extremo de desincentivarlo. Tampoco  puede impulsarse el desarrollo a  base de convertir al Estado en empresario, encomendándole tareas que la iniciativa privada puede cumplir en forma más barata y eficiente.  Estos principios   que se han tratado de desvirtuar con torcido propósito, volverán a ser claros y evidentes tan pronto como se elimine o se anulen  las prédicas de los politicastros  que  enredan las cosas más simples,  para reclutar prosélitos, presentándose como mesiánicos benefactores  de los pueblos.
22 de Febrero de 2011.
Cada cuatro años, al renovarse el  equipo del Gobierno, los nuevos administradores, aduciendo  que no disponen de los fondos necesarios para llevar adelante sus programas,  terminan  por enviar  a la Asamblea Legislativa un “ paquete tributario”, proponiendo elevar  los impuestos ya  existentes y/o  creando otros nuevos, lo que infaltablemente viene justificado  con las clásicas  muletillas de  la necesidad” de solucionar de una vez por todas”,  la penuria del Gobierno y  asegurarse “de que los ricos tributen como ricos y los pobres tributen como pobres”.  Acorde con estas premisas,  el Presupuesto ha venido  elevándose  en los últimos tiempos a niveles astronómicos y sin duda alguna seguirá  aumentando,  si  es que no hacemos un alto en el camino y revisamos  los principios que nos han llevado a la actual situación y las nefastas consecuencias que la creciente estatización produce,  en la economía del país en general  y en la de los ciudadanos en particular. Esta reflexión se impone, pues ningún pueblo en la Historia ha sido capaz de  resolver sus  problemas “de una vez por todas”.
A lo más que podemos aspirar es a encontrar la “mejor solución”, para un momento determinado.  Así pues,  con sentido crítico, aboquémonos a considerar adonde nos han llevado las corrientes  estatizantes  que,  con diversos matices, han compartido la mayoría de  nuestros gobernantes en las últimas décadas. Adelantándonos a posibles reproches,  empecemos por reconocer que el gasto público, dentro de límites razonables,  está justificado por muchas finalidades necesarias e incluso nobles.
El individuo  debe corresponder  a los privilegios que le otorga su ciudadanía, pues nace en deuda con la sociedad y en consecuencia , debe, en la medida de sus posibilidades, contribuir, dentro de sus posibilidades,   a  la defensa del  Estado, a la conservación  de la   salud, a la  instrucción pública,  a la  administración de la justicia y   al mantenimiento del orden. Sólo los apátridas no tienen tales obligaciones, pero  éstos, a su vez,  se encuentran en una triste condición,  sin   bandera que los cobije,  desvinculados  de  su medio social  y  desprovistos  de  toda  tradición y orgullo nacionales. En una sociedad  con sentido de unidad, contribuir a los gastos del Estado no sólo debiera  ser una obligación, sino el ejercicio patriótico de un derecho, indispensable para poder gozar de todos los atributos de la ciudadanía.  Lamentablemente  en los tiempos actuales, cuando la degradante  politiquería de los partidos consiste simplemente  en ganar votos, ofreciéndoles a las grandes masas regalías y beneficios  sin exigirles, a cambio el más mínimo esfuerzo, proponer  esta meta  no  pasa de ser una ingenua y  nostálgica utopía.
Las consecuencias del llamado “paternalismo de Estado” se encuentran  a la vista: varias generaciones de compatriotas,  a los que se suman los extranjeros a los que se les permite ingresar al país en condiciones de extrema pobreza , siguiendo la prédica de los demagogos que los azuzan,  se  consideran  exentas de toda obligación para con este país y hasta para con sus familias y,  en cambio  reclaman ,  incluso violentamente,  que se satisfagan todas sus necesidades,, a costa del Erario público.  La  palabrería insulsa de políticos demagogos,  ha reemplazado la dignidad del patriotismo de nuestros padres y abuelos. El árbol de una burocracia improductiva  crece frondoso, regado con  el esfuerzo de los contribuyentes y El Estado, en vez de recortar gastos innecesarios, no encuentra otra solución que  aumentar la  pesada carga tributaria que llevan sobre sus espaldas los sectores productivos. Es evidente que así no podemos continuar indefinidamente.  Estos mismos despreocupados, que  nunca en su vida han pagado una planilla ni contribuido en forma alguna a la generación de empleo, son los que defienden el aumento de los tributos, con el especioso argumento de que en otros países las cargas son aún mayores, lo cual puede ser cierto, pero  se olvidan de que  la estimación justa del monto de  los impuestos es un problema de proporción.  Pretender comparar nuestra carga tributaria con la de países desarrollados   es pura  charlatanería demagógica. En un régimen de libertad, ninguna economía puede desarrollarse a base de sangrar al contribuyente al extremo de desincentivarlo. Tampoco  puede impulsarse el desarrollo a  base de convertir al Estado en empresario, encomendándole tareas que la iniciativa privada puede cumplir en forma más barata y eficiente.  Estos principios   que se han tratado de desvirtuar con torcido propósito, volverán a ser claros y evidentes tan pronto como se elimine o se anulen  las prédicas de los politicastros  que  enredan las cosas más simples,  para reclutar prosélitos, presentándose como mesiánicos benefactores  de los pueblos.
22 de Febrero de 2011.

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