Lunes, 09 Mayo 2011 02:36

Nuestro amado peregrino de luz

“Tú eres la vida, la semilla, el fruto y la flor; / la Chispa Divina, que encendió en las tinieblas el sol / el Espíritu de la Creación. / Manantial que no se agota jamás; / la luz encendida que nos guía en el camino a la paz; / la esperanza de un futuro mejor: el Rostro del Amor”. Estos simbólicos versos, magistralmente interpretados por la reconocida y afamada cantante argentina Amanda Miguel, son los que le dan cuerpo a la canción El rostro del amor, tema emblema que México le dedicara a Juan Pablo II en su tercera visita, a dicho país, en mil novecientos noventa y tres.
Sin duda una melodía que encarna el reflejo de lo que constituyó la Santa Misión de un hombre, quien bajo la insignia del amor verdadero al prójimo, plasmó en la tierra la necesidad de que cultiváramos los más profundos principios espirituales como la manera más idónea para alcanzar nuestra paz social e interna. Son precisamente esos principios de esperanza, compromiso social, perfeccionamiento y conciliación humana los que, en estos momentos en que nos acercamos a su beatificación, este primero de mayo, debemos anteponer en nuestras vidas.
Hoy, más que nunca, ante la cercanía del palpitar de este nuevo beato entre nosotros, debemos regocijarnos por la resurrección de su amoroso legado de luz, fe, perdón y esperanza que le heredó a la humanidad entera, y que hoy se revitalizan con tan especial reconocimiento. Hoy es tiempo oportuno para resucitar en nuestros espíritus la esencia de este hombre quien, con extrema solidaridad, se hermanó con su pueblo; con los enfermos física y espiritualmente; los desvalidos; los encarcelados; con quien atentó en contra de su vida; con quienes tenían diferentes ideologías; con los marginados; los que padecieron hambre y la guerra, con los jóvenes, y, en especial, con los niños, quizás porque vio en el corazón de ellos la encarnación misma del amor que Dios nos profesa.
Pues este virtuoso hombre, con perseverancia, sabiduría y fortaleza, intentó hacerle comprender al mundo que el poder de Dios nos debe llevar lejos de cualquier tipo de intolerancias, nacionalismos exasperados, racismos e injusticias; así lo manifestaba en su libro El umbral de la esperanza: “Para liberar al hombre contemporáneo del miedo a sí mismo, del mundo, de los otros hombres, los poderes, las intolerancias o los sistemas opresores, es necesario que cultive en su corazón el verdadero temor de Dios que es el principio de la sabiduría”.
Definitivamente, la de Juan Pablo II fue, sin duda, una humanista misión, la cual, más allá de cualquier credo, todos deberíamos comprometernos a emular, pues, finalmente, en estos tiempos de tantas injusticias y de tanta pérdida de valores, es con el ejemplo de esos grandes líderes espirituales que podremos alimentar nuestros espíritus y nuestra sociedad de esa paz, fraternidad, empatía, respeto y justicia tan necesarias para seguir creyendo que la fe todavía mueve montañas.
“Me voy, pero no me ausento, pues aunque me voy, de corazón me quedo con ustedes”, ese fue uno de los mensajes que el Sumo Pontífice expresó en una de sus visitas a México. Por ello, ciertamente, aunque en su momento gran parte del mundo lloró su partida, hoy nos debemos alegrar por la merecida beatificación de este eterno joven evangelizador; de esa poesía viva que se quedó espiritualmente entre nosotros, para morar y vibrar ahora, como beato, aún con más destello en nuestros pensamientos y nuestras almas mediante sus excepcionales enseñanzas. ¡Hoy nos congratulamos contigo nuestro amado peregrino de luz!, y te suplicamos que tu sagrada mirada siga llenando de bendiciones a nuestro mundo, en especial, a esta bendita tierra costarricense. ¡Así sea!
“Tú eres la vida, la semilla, el fruto y la flor; / la Chispa Divina, que encendió en las tinieblas el sol / el Espíritu de la Creación. / Manantial que no se agota jamás; / la luz encendida que nos guía en el camino a la paz; / la esperanza de un futuro mejor: el Rostro del Amor”. Estos simbólicos versos, magistralmente interpretados por la reconocida y afamada cantante argentina Amanda Miguel, son los que le dan cuerpo a la canción El rostro del amor, tema emblema que México le dedicara a Juan Pablo II en su tercera visita, a dicho país, en mil novecientos noventa y tres.
Sin duda una melodía que encarna el reflejo de lo que constituyó la Santa Misión de un hombre, quien bajo la insignia del amor verdadero al prójimo, plasmó en la tierra la necesidad de que cultiváramos los más profundos principios espirituales como la manera más idónea para alcanzar nuestra paz social e interna. Son precisamente esos principios de esperanza, compromiso social, perfeccionamiento y conciliación humana los que, en estos momentos en que nos acercamos a su beatificación, este primero de mayo, debemos anteponer en nuestras vidas.
Hoy, más que nunca, ante la cercanía del palpitar de este nuevo beato entre nosotros, debemos regocijarnos por la resurrección de su amoroso legado de luz, fe, perdón y esperanza que le heredó a la humanidad entera, y que hoy se revitalizan con tan especial reconocimiento. Hoy es tiempo oportuno para resucitar en nuestros espíritus la esencia de este hombre quien, con extrema solidaridad, se hermanó con su pueblo; con los enfermos física y espiritualmente; los desvalidos; los encarcelados; con quien atentó en contra de su vida; con quienes tenían diferentes ideologías; con los marginados; los que padecieron hambre y la guerra, con los jóvenes, y, en especial, con los niños, quizás porque vio en el corazón de ellos la encarnación misma del amor que Dios nos profesa.
Pues este virtuoso hombre, con perseverancia, sabiduría y fortaleza, intentó hacerle comprender al mundo que el poder de Dios nos debe llevar lejos de cualquier tipo de intolerancias, nacionalismos exasperados, racismos e injusticias; así lo manifestaba en su libro El umbral de la esperanza: “Para liberar al hombre contemporáneo del miedo a sí mismo, del mundo, de los otros hombres, los poderes, las intolerancias o los sistemas opresores, es necesario que cultive en su corazón el verdadero temor de Dios que es el principio de la sabiduría”.
Definitivamente, la de Juan Pablo II fue, sin duda, una humanista misión, la cual, más allá de cualquier credo, todos deberíamos comprometernos a emular, pues, finalmente, en estos tiempos de tantas injusticias y de tanta pérdida de valores, es con el ejemplo de esos grandes líderes espirituales que podremos alimentar nuestros espíritus y nuestra sociedad de esa paz, fraternidad, empatía, respeto y justicia tan necesarias para seguir creyendo que la fe todavía mueve montañas.
“Me voy, pero no me ausento, pues aunque me voy, de corazón me quedo con ustedes”, ese fue uno de los mensajes que el Sumo Pontífice expresó en una de sus visitas a México. Por ello, ciertamente, aunque en su momento gran parte del mundo lloró su partida, hoy nos debemos alegrar por la merecida beatificación de este eterno joven evangelizador; de esa poesía viva que se quedó espiritualmente entre nosotros, para morar y vibrar ahora, como beato, aún con más destello en nuestros pensamientos y nuestras almas mediante sus excepcionales enseñanzas. ¡Hoy nos congratulamos contigo nuestro amado peregrino de luz!, y te suplicamos que tu sagrada mirada siga llenando de bendiciones a nuestro mundo, en especial, a esta bendita tierra costarricense.
¡Así sea!

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