Domingo, 16 Diciembre 2012 08:17

El encanto y la luz de ir a bailar

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Bailo dos o tres veces por semana desde que soy mayor de edad, es decir, desde hace década y media. Bailar es casi que el único ejercicio que practico.

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Soy un joven que lleva por dentro a un viejo que baila. Quiero decir, me gustan mucho los ritmos de mis padres o mis abuelos, como el bolero, el cha cha cha, el paso doble, y muy poco el reguetón, el dance hall, el pop, y los ritmos por el estilo, que vienen saliendo del cascarón. Me siento a gusto bailando con el grupo Komején, en Suerre de Pococí; con el grupo Los Pachangueros en Sarchí; con Los Hicsos y Los Alegrísimos (los conjuntos que sintetizan ese revoltijo de cumbia, merengue y salsa que es nuestro “chiqui chiqui”); con la Sonora Siguaray; con los maestros del bolero, que son todas las sonoras que tocan en el Típico Latino; con los grupos de cumbia, como Calle Ocho, o los de salsa, como Son Mayor, La Solución, Madera Nueva y Son de Tikicia; con Azul Plata en Guanacaste, con Las Sonideras y con Nákar... No me gustan las discomóviles. Me encanta bailar con conjunto. Y sólo en Remembranzas, allá por Guápiles, bailo sin conjunto, pero es porque ahí yo mismo programo la música que bailo, que es la música de los viejos acetatos que conserva mi amigo Humberto Madrigal. Amo el baile. Lo amo tanto como el periodismo y la poesía. Esas son mis tres grandes pasiones. Tengo el corazón partido en tres. Celebro el baile, con todo lo que hay de poesía en cada ritmo, en cada movimiento, en el contacto de dos seres que son una sola criatura por la música…  En el programa “Bailando por un sueño”, se me permitió un curso intensivo de baile, y el espacio para observar como periodista y para celebrar como poeta. Agradezco tanto esa experiencia… El baile es juego, y por eso nos ayuda a conservar al niño de adentro. Soy al baile, lo que los mejengueros son al futbol: un vulgar aficionado, que ama el juego por encima de todas las reglas y los convencionalismos. Nadie me tiene que rogar para echarme al ruedo con el baile. Yo suelo abrir la fiesta y soy el último que se va del salón. Me echan disimuladamente. Cargo muchas camisas en mi carro para ponerme a bailar donde se arme la fiesta. Me cambio la camisa a cada rato, para no incomodar a las damas con mi transpiración. Me pasa en el baile, lo que le pasa a unos niños uruguayos con el futbol, como lo narra ese gran poeta, cuentista, periodista que es Eduardo Galeano: venían de una mejenga, subidos en un carro, y coreaban, “ganamos, perdimos, igual nos divertimos”. El baile es magia y es diversión. Por eso es tan antiguo como el ser humano. Tan antiguo como el universo. Su origen está en la materia. No muere. Se transforma. Y goza siempre de muy buena salud. Hace unos años, Maya, mi abuelita, estaba en una playa de Miami, y una señora cubana le dijo que se apuntara en un baile que armaron sobre la arena. Maya se volvió y le dijo, “¡nooombre!, ¿no ve que estoy muy vieja?”. La señora le respondió, “no, chica, viejo está el mar, ¡y mira cómo se mueve!”

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