Carlos Díaz Chavarría

Carlos Díaz Chavarría

Ante la complejidad de las demandas políticas, económicas, culturales y sociales del siglo XXI, el ámbito educativo también se ve inmerso en un eminente proceso de formación dentro de lo que es la sociedad global del conocimiento, de la era tecnológica y de diversidades étnicas, económicas y culturales, en este sentido, definitivamente los centros  universitarios, tanto públicos como privados, deben incorporarse a la vida social con un evidente signo de cambio que sea congruente con las innovaciones, requerimientos, necesidades y demandas de los alumnos.
Por lo tanto se hace una tarea imperiosa garantizar la calidad de las universidades mediante una pronta, efectiva y eficaz relectura de la enseñanza y el aprendizaje educativo. De hecho la exagerada proliferación de centros educativos obliga a las universidades, desde una óptica ética, moral y profesional, a contar con un profesorado que les ofrezca a los estudiantes, a cabalidad, los conocimientos y las herramientas necesarias para ejercer idóneamente sus profesiones, enfrentar las demandas que la sociedad les exigirá, y llevar a cabo un proceso de conocimiento individual que los haga mejores profesionales y humanos.
Entonces la misión de los docentes universitarios es la de abrirse a nuevas posibilidades de aprendizaje, a renovados horizontes educativos de reflexión y producción, a nuevos desarrollos de competencias, en los cuales la interacción institución-docente-estudiante-sociedad incentive el potencial humano para incorporar a los alumnos, de manera eficaz, a una sociedad más activa, tecnificada y globalizada.
Evidentemente estamos en una época de trasformaciones en donde lo que se requiere es alejarse del sistema tradicional memorístico, pasivo y autoritario de enseñanza para, fundamentalmente, preparar alumnos pensantes, creativos, participativos, sedientos de conocimiento, con criticidad, curiosidad intelectual, valores, artífices de reflexiones, toma de conciencia y proyección social…
Ante esta situación, la gestión de los docentes yace en orientar los modelos pedagógicos y el currículum a la evaluación y trasformación exhaustivas del sistema educativo para hacer del ejercicio de las careras una oportunidad exitosa de aplicación de los conocimientos en la realidad social y demandas del mercado laboral.
Basta observar muchos de los clasificados que aparecen en la prensa escrita para darse cuenta de que en muchas empresas, además de la pertinencia de un título, se exigen  competencias como el liderazgo, la interrelación personal, la capacidad creativa, el trabajo autónomo, el interés por actualizarse, el espíritu emprendedor, la capacidad de análisis, la toma de decisiones, la resolución de conflictos, la capacidad de negociación y el fomento de destrezas tanto en la comunicación oral como escrita.
Quizás la labor no sea sencilla, pero ello no es excusa para no proponerse a replantear el quehacer universitario.
Definitivamente en el tanto el profesor se pregunte constantemente ¿para qué?, ¿cuándo?, ¿por qué? y ¿cómo? establecer el aprendizaje…; en la medida en que se “aprenda a aprender” para adaptarse y responder a los cambios permanentes; y en el tanto las universidades estén abiertas a asumir los procesos de cambio y de redefiniciones curriculares acorde con las posturas del ejercicio profesional, podrá establecer un modelo pedagógico en donde el estudiante pueda asumir una postura flexible, reflexiva, activa y coherente con las exigencias socio-laborales.
No lo olvidemos: las universidades deben estar presentes en la vida social como agentes de cambio, como promotoras de servicios, pues como lo expresaba Jean Piaget: “La meta principal de la educación es crear personas que sean capaces de hacer cosas nuevas, no simplemente de repetir  lo que otras generaciones han hecho”.
Ante la complejidad de las demandas políticas, económicas, culturales y sociales del siglo XXI, el ámbito educativo también se ve inmerso en un eminente proceso de formación dentro de lo que es la sociedad global del conocimiento, de la era tecnológica y de diversidades étnicas, económicas y culturales, en este sentido, definitivamente los centros  universitarios, tanto públicos como privados, deben incorporarse a la vida social con un evidente signo de cambio que sea congruente con las innovaciones, requerimientos, necesidades y demandas de los alumnos.
Si hay un medio de comunicación que se arraiga, de manera más efectiva, íntima y profunda en el pensamiento y el corazón de la gente, es la Radio. Sencillamente porque la Radio ha sido valorada positivamente por la ciudadanía en diversas encuestas como un medio de gran confiabilidad, honestidad, cercanía, sencillez y credibilidad, esto aunado al hecho de que está más segmentada respecto del público a quien va dirigida, es un medio económicamente más accesible para adquirirlo y posee cualidades como la inmediatez, la simultaneidad y el alcance, que la hacen un medio idóneo para el entretenimiento, la información o la función educativa.
¿En cuántas ocasiones la Radio no ha sido nuestra fiel compañera, amiga, cómplice o confidente?... Cuando vamos en un auto o en un bus, cuando nos alistamos para salir a estudiar o trabajar, mientras cocinamos o comemos…, la escuchamos en matrimonios, cumpleaños, graduaciones o paseos… En fin, la Radio nos acompaña a cualquier hora y en cualquier lugar. Su mensaje llega a todos, ya que no sabe de distinciones sociales o educativas porque, precisamente, su popularidad descansa en que está hecha para servirle al pueblo en general. ¿Acaso no es un medio idóneo para quienes, por determinada razón, no saben leer o escribir?...
Así es, la radio ocupa un lugar importantísimo no sólo en nuestras vidas como parte de nuestro entretenimiento, sino en la consolidación de nuestro quehacer nacional. Cada día miles de personas en Costa Rica se informan, debaten, denuncian, opinan, promueven la sana producción de criterios y forman sus visiones de mundo a través de los contenidos que las emisoras les entregan.
Como lo señalara el locutor argentino Daniel Ocampo: “La importancia de la radio como medio de difusión, se concentra principalmente en la naturaleza de lo que ésta representa como medio en sí, ya que, posee, una calidad intima de tú a tú, que la mayoría de los otros medios no tienen”.
En este sentido, no sería una exageración afirmar que la Radio, debido a sus características, se puede contemplar como una alternativa muy efectiva para la introspección del individuo, pues desde el punto de vista psicológico, el mensaje radiofónico propicia la captación más directa de conceptos en la medida de que el oyente echa a volar su imaginación según su circunstancia, formación y ambiente en los que se desenvuelven, de tal manera que, a diferencia de otros medios como la televisión, la prensa o el cine, la Radio no se limita a espacios, colores, pantallas o sonidos.
Por eso las nuevas concepciones del mundo y el individuo, acompañadas por el avance de las tecnologías en los medios de comunicación, plantean una urgente necesidad de consolidar un modelo de radiodifusión a la altura de las demandas de un auditorio diverso para que la Radio siga al servicio de la ciudadanía; continúe siendo un eje fundamental de nuestro progreso; siga enalteciendo diariamente los más elevados valores de nuestra vida social; siga contribuyendo a la libertad de expresión; siga siendo capaz de representar a los diversos sectores de la sociedad;  y nos siga brindando, a nosotros sus oyentes, el derecho de seguir escuchando una Radio con espíritu libre, dinámico, independiente, directo y plural.
Valga, entonces, un reconocimiento y un sincero agradecimiento para la Radio por  tantos, y tan excelentes aportes, en la construcción de una democracia más sana y en la cimentación de nuestro valioso patrimonio nacional.
Si hay un medio de comunicación que se arraiga, de manera más efectiva, íntima y profunda en el pensamiento y el corazón de la gente, es la Radio. Sencillamente porque la Radio ha sido valorada positivamente por la ciudadanía en diversas encuestas como un medio de gran confiabilidad, honestidad, cercanía, sencillez y credibilidad, esto aunado al hecho de que está más segmentada respecto del público a quien va dirigida, es un medio económicamente más accesible para adquirirlo y posee cualidades como la inmediatez, la simultaneidad y el alcance, que la hacen un medio idóneo para el entretenimiento, la información o la función educativa.
El 31 de octubre se celebró en nuestro país el Día Nacional de la Mascarada Tradicional Costarricense, decretado así en 1997 durante el gobierno del ex presidente José María Figueres.
Sin duda, constituye una fecha que es digna de que la tengamos presente pues nos permite brindarle un reconocimiento a una práctica que simboliza una de las más auténticas y pintorescas celebraciones culturales que han colmado, y lo siguen haciendo, de colorido, vitalidad y esencia las calles y rincones de los poblados,  en especial porque nos encontramos en una época en donde este mundo globalizado nos impone una variedad de valores externos para imitar y, por ende, ha mermado el sentido de nuestra identidad.
Pues educar para rescatar y hacer conciencia de nuestras tradiciones, como la de las  mascaradas, es velar por la memoria de esa práctica, pero, además, significa esforzarse porque esa cultura popular legada por nuestros antepasados siga siendo protegida, siga latiendo y siga siendo asimilada en el alma de nuestra Patria, especialmente por las nuevas generaciones como parte intrínseca de la idiosincrasia costarricense.
Esto por el hecho de que aunque las manifestaciones culturales populares han sido las promotoras del proceso de formación de la identidad de los pueblos, injustamente se ha pensado en ellas como fenómenos ajenos a nuestra herencia social y desligadas de un arte “con mayores niveles de erudición o educación formal” que, bien o mal, se ha dado por llamar oficial, lo cual ha tenido el agravante de entorpecer el integral conocimiento popular de nuestra Patria.
Por lo tanto, por nuestro progreso social y espiritual, necesitamos conocer, respaldar y darle vigencia a  nuestras manifestaciones autóctonas existentes, y honrar a quienes con su empeño, con la defensa de valores históricamente arraigados en la sociedad nacional, y con el amor a su oficio, le han dado vigencia a este tipo de legados culturales populares.
Porque, definitivamente, hoy se hace una tarea imperiosa rescatar al país de esa pérdida de identidad cultural; valorar las creaciones de la cultura autóctona como la celebración, cada treinta y uno de octubre, del Día Nacional de la Mascarada Tradicional Costarricense; y promover, proyectar y apoyar los valores constitutivos de lo nacional popular.
Así lo afirma la estudiosa universitaria Carmen Murillo al expresar que “el patrimonio cultural de un pueblo constituye un valioso y variado acervo, que comprende el conjunto de conocimientos, prácticas sociales, creencias y elementos materiales, que son el producto de la experiencia histórica de cada sociedad y el sustento que moldea la identidad nacional”.
Por ello, bien vale el sincero y efusivo reconocimiento y agradecimiento para tantas mujeres y tantos hombres quienes, desde diversos lugares y, ¡bien a lo tico!, nos continúan  regalando los llamativos bailes y corretizas de La Segua, La Llorona, , El Diablito, La Calavera, La Giganta, El Gigante o El Padre sin cabeza.
Gracias por ayudarnos, tan fervientemente, en esta tarea de redescubrir la autenticidad y vigencia de nuestra fecunda cultura popular.
Gracias a ustedes, artistas de la tradición, porque por medio de sus prácticas nos ayudan a fortalecer los conceptos de identidad nacional e identidad cultural, los cuales, son fundamentales para reconquistar el alma y la conciencia popular de nuestra Patria.
Por eso no es de extrañar que Neruda les escribiera: “Son ustedes los que a mí me regalan la fuerza..., son ustedes, los artistas populares, los oscuros artistas, los que me dan la luz”.
El 31 de octubre se celebró en nuestro país el Día Nacional de la Mascarada Tradicional Costarricense, decretado así en 1997 durante el gobierno del ex presidente José María Figueres.
Sin duda, constituye una fecha que es digna de que la tengamos presente pues nos permite brindarle un reconocimiento a una práctica que simboliza una de las más auténticas y pintorescas celebraciones culturales que han colmado, y lo siguen haciendo, de colorido, vitalidad y esencia las calles y rincones de los poblados,  en especial porque nos encontramos en una época en donde este mundo globalizado nos impone una variedad de valores externos para imitar y, por ende, ha mermado el sentido de nuestra identidad.
En su concepto tradicional, educar implica ayudar a otra persona  a desarrollar al máximo sus facultades intelectuales y morales. Ello significa que quien proporciona educación a un tercero no se limita a transmitirle conocimientos o a iniciarlo en la práctica de un arte, un oficio o una profesión, sino que debe brindarle, fundamentalmente, una enseñanza humanista. Es decir, debe enseñarle a adoptar una conducta responsable ante la vida.
Esa ha sido, históricamente, la tarea o la misión de los padres de familia, considerados, con razón, los primeros educadores de sus hijos. No obstante, la enseñanza brindada en el hogar se prolonga luego en la escuela, pero siempre teniendo en cuenta que el educador no debe limitarse a desarrollar en el alumno capacidades intelectuales, sino que debe enseñarle también a hacerse moral y éticamente responsable de sus propios actos.
Ahora bien, en los últimos tiempos esa tarea de formar a los alumnos en la responsabilidad integral, es decir, intelectual, humanista y ética, se ha complicado por el embate de ciertas metodologías de enseñanza que tienden a imponer en una gran mayoría de centros de enseñanza conceptos y pautas que conducen al imperio de un desolador sistema educativo memorístico.
Desde la antigüedad se sostenía una enseñanza en donde al alumno, con la guía del mentor, se le invitaba a desarrollar el conocimiento por sí mismo,  a estimular su deber ético y, por lo tanto, su sentido de responsabilidad individual y social.
Esa postura, desgraciadamente, muchos docentes la han considerado un grave riesgo para su misión educativa, pues ello implica establecer un diálogo y un fomento de pensamiento crítico en el aula a partir de la opinión de cada estudiante. Cuando, en realidad, para muchos es más fácil dictar una clase magistral y que el alumno, como un robot, escriba todo lo que el profesor dice para después, simplemente, repetirlo en un examen.
Desgraciadamente casi todo lo que reclama trabajo, esfuerzo, dedicación, cambio, adecuación y responsabilidad, ha ido generando, en muchos docentes, rechazos, quejas, protestas y apatía. Es decir, se ha debilitado la conciencia de los deberes y de los compromisos, a menudo considerados una carga injusta.
Es también cierto que, con frecuencia, los padres han contribuido directa o indirectamente a ese ablandamiento de las conductas. Pedir un comportamiento verosímilmente responsable al hijo o al alumno obliga al adulto a un procedimiento a la altura de sus exigencias, si no existe esa correspondencia de conductas, los padres pierden autoridad.
Este es un punto sobre el cual deben reflexionar severamente los mayores, tanto aquellos padres ausentes de sus compromisos quienes contribuyen a dar pésimos ejemplos respecto de lo que representa el ejercicio de la responsabilidad, como aquellos docentes quienes, por variedad de motivos como por ejemplo las aparentes incapacidades, dejan de cumplir su obligación cardinal de formadores frente a los alumnos.
A su vez, la falta de responsabilidad moral de los gobernantes repercute también en el comportamiento de los ciudadanos e incita a los jóvenes a conductas de escepticismo y de liberación de obligaciones.
En suma, como dijera Arnold Glasow, “uno de los principales objetivos de la educación debe ser ampliar las ventanas por las cuales vemos el mundo”, en este sentido la conducta responsable ante la vida demanda a nuestros jóvenes, a nuestros estudiantes, tantas veces reclamada, pero tantas veces violentada, demanda también firmeza, coherencia y compromiso por parte de todos aquellos quienes, de alguna u otra manera, tenemos en nuestras manos el educarlos dignamente.
En su concepto tradicional, educar implica ayudar a otra persona  a desarrollar al máximo sus facultades intelectuales y morales. Ello significa que quien proporciona educación a un tercero no se limita a transmitirle conocimientos o a iniciarlo en la práctica de un arte, un oficio o una profesión, sino que debe brindarle, fundamentalmente, una enseñanza humanista. Es decir, debe enseñarle a adoptar una conducta responsable ante la vida.
Dado el claro reconocimiento de la importancia que la enseñanza universitaria reviste para el desarrollo económico y social de los pueblos, existe, actualmente, una básica preocupación por el mejoramiento de la calidad en las funciones de docencia e investigación, difusión de la cultura, y extensión de la proyección social de las instituciones de educación superior.
Valga decir, las sociedades enfrentan nuevas circunstancias que exigen instituciones educativas efectivas para los propósitos que la sociedad demanda, eficaces en su gestión  y con el nivel de calidad necesario para formar individuos con una educación flexible que los capacite para adaptarse a un mundo socialmente cambiante y  competitivo.
Actualmente el entorno está caracterizado por un mercado turbulento, donde los esquemas de competitividad han cambiado la manera de pensar y actuar. Por lo tanto, estos procesos de dinámica global exigen la demanda de profesionales altamente competitivos, multiculturales, interdisciplinarios, críticos, creativos, emprendedores, insatisfechos, motivados, con un gran sentido de iniciativa y con una marcada capacidad para adaptarse a las variaciones constantes del entorno.
En este sentido, es clave comprender que estamos sirviendo a sociedades muy diferentes de las de hace pocos años. Ellas exigen que la educación universitaria se modernice y se transforme en torno a los retos que la época plantea. De ahí que los diversos mecanismos de evaluación del desempeño y la calidad de la enseñanza e investigación; en particular los procesos destinados a la acreditación de programas e instituciones de educación superior, adquieren, cada vez más, una particular relevancia en el contexto de la globalización de las naciones.
Entonces, definitivamente, resulta imperativa una visión renovada de modelos educativos que permitan conciliar una educación de calidad para todos, con clara pertinencia en las distintas realidades socioculturales de los educandos.
En este sentido, la evaluación y la acreditación no representan una moda académica, sino que se están constituyendo en herramientas indispensables de política, planificación y gestión universitaria para verificar la calidad de la educación, garantizar la confiabilidad institucional ante la sociedad, otorgar un reconocimiento social, y sustentar la correspondencia entre la misión, los propósitos y los resultados universitarios.
Por ello es preocupante la información plasmada en un diario nacional de que tan sólo veinticuatro, de mil ochocientos diez carreras impartidas en universidades públicas y privadas del país, poseen un certificado de excelencia; sobre todo, al expresar que el proceso de acreditación no significa ningún estímulo para el graduado pues no conlleva el recibir un mejor salario.
Asociar la excelencia académica con un beneficio económico es, sencillamente, enlodar el sistema educativo universitario. La calidad debe medirse en términos del logro de los objetivos establecidos por cada institución; esto implica el esfuerzo de una comunidad institucional obligada con su entorno social, y un continuo proceso de auto-evaluación que genere graduados comprometidos con la ética profesional más que con fines lucrativos.
La universidad es una entidad en donde su misión, quehacer y sus resultados, deben estar al servicio del desarrollo armónico e integral de la sociedad; por lo cual, debe responderle, y rendirle cuenta, a la comunidad que la sustenta.
Esto implica, necesariamente, la urgencia de enfocar mayores esfuerzos que fomenten la acreditación universitaria como un eficaz medio para garantizar el progreso nacional, y enfrentar los retos del entorno global. Pues como señalara el político mexicano Benito Juárez: “La educación es fundamental para la felicidad social; es el principio en el que descansa la libertad y el engrandecimiento de los pueblos”.
Dado el claro reconocimiento de la importancia que la enseñanza universitaria reviste para el desarrollo económico y social de los pueblos, existe, actualmente, una básica preocupación por el mejoramiento de la calidad en las funciones de docencia e investigación, difusión de la cultura, y extensión de la proyección social de las instituciones de educación superior.
Este mes, llamado de la Patria, en el que celebramos un aniversario más de nuestra Independencia, es una buena ocasión para comprender que el ser independiente es mucho más que sumergirse en faroles, banderas, marchas o tambores. Más que tener la obligación de asistir a algún acto cívico, o más que entonar: ¡Salve, oh tierra gentil! ¡Salve, oh Madre de amor!, en el hermoso canto de nuestro Himno Nacional.
Conmemorar nuestra Independencia es, básicamente, el ejercicio de la capacidad de rememorar los momentos más significativos del pasado de nuestra sociedad, mediante el cultivo de la memoria y por la conciencia de la fuerza de los aciertos y los errores pasados.
Conmemorar el Mes de la Patria es transmitirles a las futuras generaciones, y al pueblo en general, una memoria común de fidelidad, orgullo y herencia por los principios de la libertad, justicia y soberanía que hagan de nuestra Patria una Nación más humana y generosa.
Conmemorar nuestra vida independiente, desde nuestro presente, es reflexionar sobre el valor de la autodeterminación, el peligro de las luchas por intereses personalistas y la importancia de contar con un orden jurídico-social razonable y estable sobre el que se sustente el progreso de la Nación.
Pues aunque en la actualidad Costa Rica está enfrentando, indudablemente, duros desafíos, al conmemorar nuestra independencia debemos hacer conciencia de que, ante las situaciones difíciles, hay que luchar con más unidad y fuerza para continuar siendo firmes  e independientes en la sana construcción de nuestra Patria.
La mortal violencia vivida en calles y hogares, una corrupción que ha minado los principios éticos de nuestra sociedad, una burocracia que ha aprisionado la función pública, o las injusticias sufridas por aquellas personas que se hallan sumidas en la pobreza, son tan sólo unas de las muchas cadenas que atan a Costa Rica a una realidad ciertamente problemática.
Por lo tanto, si queremos que nuestra Patria sea efectivamente democrática, pacífica y libre, debemos transformar este Mes de la Patria en un sentimiento por la verdadera democracia, la libertad, el respeto a los derechos humanos y una vida digna con paz y justicia para todos los costarricenses, la cual vaya más allá de una etapa cronológica, para convertirse en una permanente celebración grabada en la historia de Costa Rica y en el corazón de sus hijas e hijos.
Bajo esta perspectiva, comprometámonos, pues, a conmemorar esta vida independiente por  el enaltecimiento y la inmortalidad de nuestra Nación. Porque ciertamente nuestra Patria ha sido forjada para que sus habitantes puedan espiritualizarse en ella, pero no será inmortal si entre todos no la hacemos servir efectivamente a la justicia y al bien común de la humanidad. Tal era el pensamiento del gran maestro del patriotismo San Agustín cuando manifestaba que “vivir para la Patria y engendrar hijos para ella es un deber de virtud”.
Entonces que este Mes de la Patria sirva para que cada ciudadano reflexione si realmente sabe responder a ese compromiso que implica el ser independientes, pues solamente podemos sentirnos orgullosos de decir que Costa Rica progresa en democracia, libertad y paz, cuando cada uno de nosotros, en el presente y en el futuro, seamos partícipes de los procesos de reconstrucción y engrandecimiento de nuestra Patria.
Este mes, llamado de la Patria, en el que celebramos un aniversario más de nuestra Independencia, es una buena ocasión para comprender que el ser independiente es mucho más que sumergirse en faroles, banderas, marchas o tambores. Más que tener la obligación de asistir a algún acto cívico, o más que entonar: ¡Salve, oh tierra gentil! ¡Salve, oh Madre de amor!, en el hermoso canto de nuestro Himno Nacional.
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En mil novecientos cincuenta y nueve, la Organización de Naciones Unidas, reconoció la importancia de la niñez al crear la Declaración de los derechos del Niño, en donde se estipulan las garantías necesarias que procuran tanto el bienestar de los pequeños, como la protección que sufren en relación con los abusos y vejaciones que se someten en su contra.
No obstante, aunque se quiso que dichos derechos más que ser palabras pasaran a ser hechos, las inminentes violaciones, maltratos físicos y emocionales, desnutrición, descuido de atenciones básicas, explotación, o pobreza que siguen acechando al sector infantil, parecen constatar que es en la actualidad cuando los pequeños necesitan, por parte de la sociedad, de una mayor conciencia sobre la urgencia de protegerlos, amarlos y, ante todo, respetarlos.
En este sentido hoy, más que nunca, se hace importante reafirmar los derechos universales de toda la población infantil para que gocen, realmente, de un nivel de vida adecuado mediante efectivos servicios de salud, protección contra el maltrato, una educación apropiada, y dotación de un ambiente social, cultural y familiar ideal tanto para su desarrollo como para su bienestar.
Por ello, el Día del Niño debe ser una fecha en la que las personas adultas generemos criterios en torno a la vigencia y respeto de los derechos de las niñas y de los niños, sin importar raza, sexo, religión, creencias, idioma, origen, o discapacidad.
Debe ser un día para llamar la atención de la población en lo que se refiere a las necesidades infantiles y de las obligaciones que también se les debe requerir a la niñez como miembros de esta sociedad, pues como dijera la educadora italiana María Montessori: “Si la ayuda y la salvación han de llegar, sólo puede ser a través de los niños. Porque los niños son los creadores de la humanidad”.
Claro está, este asunto va más allá de la estricta coordinación que las instancias gubernamentales, el sector privado y los organismos internacionales puedan llevar a cabo. Se trata, especialmente, de una verdadera actitud por parte de toda la población de proveer amor, educación de calidad, protección y respeto a nuestra infancia.
Sea este Día del Niño, entonces, una propicia ocasión para abogar una vez más por un efectivo goce de los derechos humanos y las libertades fundamentales para la infancia; así como para hacer un llamado de manera que todos contribuyamos a que Costa Rica cuente con hombres y mujeres quienes vivan en dignidad y aporten al desarrollo y progreso del país.
Porque en la medida en que se vea esta fecha como un estímulo y reconocimiento del valor de la infancia como arquitectos de un futuro cercano, es que seremos capaces de forjar individuos capaces de brindar solidaridad, tolerancia y amor por las demás generaciones, y labrar un camino con muchos frutos.
“Los niños no pueden esperar, su nombre es hoy”. Así lo manifestaba la escritora chilena Gabriela Mistral, y ello sigue siendo un gran hecho que todavía estamos a tiempo de emular y cristalizar, no sólo cada nueve de setiembre, sino cada día del año.
En mil novecientos cincuenta y nueve, la Organización de Naciones Unidas, reconoció la importancia de la niñez al crear la Declaración de los derechos del Niño, en donde se estipulan las garantías necesarias que procuran tanto el bienestar de los pequeños, como la protección que sufren en relación con los abusos y vejaciones que se someten en su contra.

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